Antonia ha perdido —¿o habrá encontrado?— el camino desde la partida de Juan, quien se presume, en palabras de Fitzgerald posiblemente, como no sólo su único amor, sino su Dios. Tila despidió al amor de su vida y, al abrir los brazos —en ¿reclamo? a alguien o algo—, le cayeron, sabrá Dios de dónde, cinco pequeños a los que ahora, ahorita, tendrá que guiar. El rencor de Julia hacia su hermana la termina condenando y la vida se lo cobra en moneda de cambio por su herido corazón. Felisa se ha enamorado de quién no debió (¿alguno de nosotros lo habrá hecho de quién sí?), y experimentará el peor de los tormentos, el que sólo aquel que ha tenido la fortuna de amar encuentra: el del corazón; y Lucas, a quien la vida no escatimó en enseñarle su peor rostro, termina llenando de espinas su alma, que, marchita, andará. Éste libro es un pergamino de corazones rotos siendo educados en el amar, con personajes mágicos que llegan a ellos para acompañarlos en su andar.
Una historia de los distintos amores que existen en la vida: el amor eterno, el amor de madre, el amor que se siente por quien está, por quien no te pertenece del todo y por quien ya se ha ido. Abrazos sinceros, ternura y amargas despedidas, culpas ajenas cargadas por espaldas inocentes, decisiones que causan dolor pero que dan, a fin de cuentas, la tan ansiada y poco grata libertad.
Y es que la vida tiene propensión a los finales burlescos, a la comedia negra, que, de una u otra forma, embriaga a cada uno de los personajes y, al fin y al cabo, a cada uno de nosotros.