«Barcelona 27 [de febrero de 1912], 2 tarde (URGENTE). Un guardia municipal ha encontrado esta mañana a la niña desaparecida. Estaba secuestrada por una mujer de cuarenta años, llamada Enriqueta Martí, en una casa de la calle de Poniente. Cuando el público ha conocido la noticia, se ha agolpado frente al domicilio de la Enriqueta, y para evitar un asalto, han tenido que acudir las fuerzas de orden público. Ampliaré detalles». Así comenzaba la fatídica crónica carcelaria de Enriqueta Martí, la vampira de la calle de Poniente. Durante algo más de un mes, los periódicos de todo el país se hicieron eco de un caso tan sensacional como ciertamente misterioso; un caso vivido con pasión por los lectores y considerado con terror e indignación crecientes por los ciudadanos de la convulsa Barcelona, testigos inmediatos del hacer errático, cuando no negligente, de las autoridades –que no sólo habían permitido el horror, sino también hacían, o parecían hacer, por ocultarlo–. Conforme los medios revelaban detalles del siniestro proceder de Enriqueta –no siempre verídicos o debidamente contrastados–, un manto de aberración cubría su figura. Su caso, desde luego, poseía todos los ingredientes del más sombrío folletín, y la prensa no dudó en explotarlos. Acusada de secuestro, tráfico de menores, infanticidio, prostitución, curanderismo, nigromancia o vampirismo, y convertida en el centro de una oscura trama de encopetadas implicaciones –interesadas, al decir popular, en silenciar su caso–, la mala dona entró a formar parte, quizá por derecho propio, del funesto panteón de nuestros más infames criminales. Su leyenda, como todas las leyendas, le sobrevivió, y hasta su propia muerte, acaecida un año más tarde en prisión, se vio impregnada de suspicacia y misterio. Esta es la crónica periodística de aquellos días y hechos. Unos hechos sensacionales que estremecieron a toda una nación; un misterio que permanece aún sin resolver y que hizo correr ríos de tinta.