Durante tres generaciones, más o menos, los rusos han vivido en pisos comunes y habitaciones atestadas y nuestros padres hacían el amor, mientras nosotros fingíamos dormir. Además, hubo una guerra, el hambre, padres ausentes o mutilados, madres sexualmente hambrientas, mentiras oficiales en la escuela y extraoficiales en casa. Inviernos duros, ropa fea, exhibición de nuestras sábanas mojadas en los campamentos de verano y menciones de esos asuntos delante de otros. Además, la bandera roja ondeaba en el mástil del campamento. ¿Y qué? Toda aquella militarización de la infancia, toda la imbecilidad amenazadora, la tensión erótica (a los diez años, todos deseábamos a nuestras maestras) no habían afectado demasiado a nuestra ética ni a nuestra estética... ni a nuestra capacidad para amar y sufrir.