entró Amalia.
—Ven —me dijo— que quiero enseñarte una cosa divina.
La seguí con la confusión que siempre me produce su proximidad. Los tacones que lleva, por ejemplo, que son altos y puntiagudos —estoy seguro de que de un taconazo puede perforar un cráneo—, se enchuecan y se resbalan cuando Amalia camina en el patio de servicio que está empedrado. Me parecen completamente ridículos. Las piernas, en cambio, que son peludas pero están muy bien formadas, me producen una sensación mixta: parte repulsión y parte atracción lasciva. Lo que dice, en cambio, es tan grotesco que me produce ternura. Esa tarde, por ejemplo, se me ocurrió preguntarle:
—¿Por qué te casaste con el gringo?
—Porque a mí siempre me ha encantado todo lo americano.
Me desprecio porque me dan ternura estas estupideces y más me desprecio porque no me atrevo a decirle que son estupideces. Es decir, ni puedo aceptar a Amalia como si fuera igual a mí ni puedo rechazarla.