La sed

La oscuridad es absoluta. Tan negra que nombrarla está de más, que tener párpados es indistinto. A los muertos les cierran los ojos pero es una precaución que suaviza el horror de los vivos; por lo demás, acá adentro no hay nada para ver, acá no hay nada

Pero la certeza de la muerte está presente en todos y nadie la nombra, eso me enferma.

La oscuridad es absoluta. Tan negra que nombrarla está de más, que tener párpados es indistinto. A los muertos les cierran los ojos pero es una precaución que suaviza el horror de los vivos

El pasado se me aparecía como un dibujo iluminado por las llamas. No quería verlo: la persecución, la sed. Los gritos.

No importa qué hagamos o cuánto luchemos, esto termina acá, en el cementerio.

Los pobres intentaban escapar de la ciudad en tren o en barco; los ricos desaparecieron de la vista, refugiados en el campo. Se fueron, no solo para no morir, sino para no ver.

Hace muchos años la misma peste se hubiera representado así, como un ángel oscuro recortado contra un cielo de ceniza.

Pero me estaba invadiendo la sensación de que todos, de un día para el otro, estábamos a la intemperie.

En qué punto el sufrimiento de un cuerpo se multiplicaba tanto que empezaba a dar igual.

En ese momento entendí por primera vez que el pasado familiar se hundía en el olvido y que, con la muerte de mi madre, un gran bloque se iba a desprender sin que pudiera remediarlo, como la masa de hielo de un glaciar