Mi problema era simple pero insoluble: no quería sentir lo que estaba sintiendo. Entonces vi las botellas en la nevera, arracimadas como las casas de un pueblecito, licor triple seco, ron Bacardi, vodka Hawkeye y licor de melón Midori. No era precisamente el nirvana, pero por algo se empieza. Era una salida pragmática. Me pregunté cuánto tendría que beber para perder el conocimiento.