Cuentan que tienen botellas de cuarto de litro de ginebra escondidas detrás de cuadros y en alijos repartidos entre el sótano y la buhardilla, que pasan días enteros en una sala de cine para evitar la tentación de beber, que se escabullen del trabajo varias veces al día para engullir una copa. Cuentan que los han despedido o que sisan dinero del monedero de sus esposas, que le echan pimienta al whisky para que tenga más chispa, que beben sedantes con angostura, enjuague bucal o tónico capilar. Que se plantan cada día delante del bar de la esquina diez minutos antes de que abra. Cuentan que las manos les tiemblan tanto que son incapaces de llevarse un vaso a los labios sin derramar su contenido; que beben cualquier tipo de alcohol en una jarra de cerveza porque pueden estabilizarla con ambas manos, aun a riesgo de romperse un diente; que se ven obligados a anudar el extremo de un paño en torno a un vaso para luego pasárselo alrededor del cuello y tirar del extremo libre, «como si de una polea se tratara, para acercarse el vaso a la boca»; que sus manos tiemblan de tal modo que parecen a punto de desgajarse del cuerpo y echar a volar; que se pasan horas sentados sobre las propias manos para impedir que lo hagan.