Las heroínas de Rhys deambulan entre lóbregas habitaciones de hotel y lances amorosos que nunca acaban bien. Beben en las terrazas de los cafés parisinos y en cuartos atestados de humo de pensiones baratas. Cuando piensan en el amor, imaginan una herida por la que se desangran poco a poco. Contemplan las flores del papel de pared de sus pisuchos y ven arañas al acecho. «Forcejean con la vida –observó un crítico literario– tal como forcejeamos entre sueños cuando nos enredamos en las sábanas.» Sus vidas se parecen bastante a la de Rhys: itinerantes, a caballo entre varias capitales europeas, a menudo enamoradas, a menudo borrachas, a menudo sin blanca. Cuando beben, nunca tienen bastante. Siempre piden otro brandi, otro Pernod, otro whisky con soda, otra botella de vino. Su tristeza pública es parte del delito y el alcohol es su cómplice. Otros personajes les preguntan «¿Te apetece un café?, ¿Te apetece una taza de chocolate caliente?» y es como un chiste recurrente que siempre acaba igual: «No, me apetece una copa.»