Si te casaras tú conmigo…:
«Querido hijo:
No te extrañará recibir mi carta porque a ellas te tengo bien acostumbrado, pero… sí te llenará de estupor cuanto en ella voy a decirte. No sé cómo empezar para suavizar un tanto el dolor que el contenido de esta carta despertará en ti. ¿O tal vez te lo dijo ya tío Karl? Es muy capaz. Ayer noche estuvo a verme. No sé por dónde se enteró y según su propia expresión: voy a cometer una barbaridad. Tengo treinta y nueve años, y, hace cinco que falleció tu padre. Tú te pasas en Irlanda el mayor tiempo posible. Por otra parte, querido Nelson, tú sabes, porque ahora ya tienes veinte años, y, por tanto, una visión clara de cuanto ocurre, que tu padre al fallecer no me dejó ni siquiera usufructuaria de los bienes, sino que es tío Karl quien me pasa una pensión. Sí, sí, ya sé que vas a decir espléndida, pero… ¿eso es todo? ¿Puede una mujer a mi edad conformarse con tan poco? Estimo «que no. Me caso, querido Nelson. Perdona que te lo diga así, con tanta sinceridad. Tú eres buen chico. Estás con tus abuelos paternos. Sé que me quieres bien, pero, como buen irlandés admiras la sinceridad. Quiero ser yo la primera en decírtelo. Sentiría enormemente que el tío Karl se me adelantara. El hombre con el cual voy a casarme también es viudo. Tiene una hija de diez años. Esta niña será enviada a Londres a un pensionado y yo pienso que es lo mejor para todos. Tú terminarás la carrera muy pronto y entrarás en posesión de toda tu fortuna. Entonces podremos vernos con frecuencia, aunque yo te digo desde ahora que en mi casa tendrás siempre un hogar. Los abuelos no van a vivir siempre. Ya son mayores y yo, aparte de eso, nunca pude disfrutar mucho de ti. Si te hago daño con esta boda, perdóname, Nelson. Soy joven aún, he olvidado a tu padre y quiero a este hombre. Se llama Gerard Heyns. Lo conocerás seguramente de oídas. Hijo mío…, ven a verme y si tan mal te parece mi matrimonio, por favor, ven tú mismo a decírmelo.
Un abrazo de tu madre, Mónica.»