Es esta carta.
Te la escribo esta noche, antes de dormirme por última vez.
Las palabras que acabas de leer no te sorprenden realmente, aun cuando te pares unos segundos para pensar en mí. Dudas si seguir con la lectura de la carta, que comprendes que predice tu porvenir y también tu pasado inmediato. También comprendes que se la envío a mi futuro.
Finalmente, sigues leyendo.
En este gran cuaderno que tienes entre tus manos hay una parte del libro del que nunca logré escribir la continuación después de tantísimos años. Nunca renuncié a escribir. Y eso que lo intenté. Pero no tengo fuerzas para el silencio absoluto. El laberinto de lo inhumano y todas las preocupaciones que me trajo no bastaron para protegerme de la debilidad de escribir. Simplemente no he llegado a hacerlo de nuevo. De ahí mi progresiva amargura, en estos últimos años, ante cualquier libro acabado. Me recordaba a mi propia impotencia para terminar el mío.
Veo desde aquí que ahora entiendes lo que quiero y espero de ti.
Me gustaría saber si aceptarás mi humilde ruego, el ruego de un fantasma del pasado. Me gustaría que publicases este manuscrito, por lo menos lo que se pueda publicar. Me gustaría ver el final de mi historia, pero estoy agotado. Llego, en el momento en que escribo, a los límites de mi visión. Se embrolla en el instante en que terminas esta frase.
Escribo esto mucho después de lo anterior, con un peso difuso en el corazón.
Durante años, en mis visiones, me veía como en este momento, en este cuarto, viejo, pero escribiendo en esta mesa, con una leve tristeza. Interpretaba esta visión como la señal de que llegaría a terminar un día el libro de mi vida después de El laberinto de lo inhumano. Veía en mi tristeza lo que atenaza a algunos creadores en el momento de acabar una obra que les exigió que llegasen al límite de sus fuerzas. Me equivocaba. En realidad, y lo entiendo en este preciso momento, esta visión no me mostraba acabando mi novela, sino acabando esta carta. La tristeza que me invade no traduce mi sentimiento ante el libro terminado, sino ante su incompletitud. No acabaré. Tengo ciento dos años y me habrá faltado tiempo. Me falta futuro. Así acaba todo adivino: en la nostalgia del futuro. Así acaba el vidente: en la melancolía del porvenir.
Pero es una melancolía que puede ser feliz todavía. Todo dependerá de ti. Me marcho. Me consuela, cuando me dispongo a dar un paso en la sombra, la idea de que alguien, tú, de quien desconozco el nombre pero conozco la cara, leerá ese libro y quizá saque algo en claro. No quiero desaparecer por completo. Quiero dejar esta huella, aunque no esté completa. Es mi vida.