–Sé por qué no gritas –dijo la muerte–. Conozco esa actitud. Es la actitud de una madre que quiere proteger a su hijo. Hay un niño escondido en algún lugar de esta casa. Lo encontraré. Pero antes vas a aullar. Vas a suplicar que te mate. Te mataré después de haberte hecho aullar. Y luego encontraré a tu hijo.
–Te lo suplico –Oí decir a mi madre.
–No es por el niño por quien deberías preocuparte ni suplicar, sino por ti, por tu vida. Lo que te voy a hacer –dijo la muerte– será más doloroso que una bala entre las piernas. Vas a aullar. Te oirán hasta en el infierno.
Y la muerte empezó su trabajo. Empezaron también los alaridos de mi madre, y eran tan violentos e inhumanos, resonaban con tal fuerza en mi cabeza, que me desmayé. Cuando me desperté, los alaridos habían cesado, pero seguían retumbando en mis oídos. Creo que fue en aquel momento cuando entendí que me infligirían para siempre su tortura, y que la única manera de atenuar el dolor sería tener en mi cabeza voces más ensordecedoras, gritos más enloquecidos.
Abrí los ojos. No estaba en el pozo sino en el patio. A mi lado había formas humanas, inanimadas: los cuerpos de mis padres.
Cerré los ojos. Empecé a llorar en silencio.
–No ha conseguido matarme –dijo una voz detrás de mí.
Era la de la muerte. Me di la vuelta. Me había imaginado a un hombre espantoso, gigantesco y monstruoso. El hombre que vi era bajito y enclenque, casi ridículo en la banalidad de su apariencia, pero no dudé ni por un instante de que fuese la muerte. Lo observé, incapaz de decir nada.
–Tu madre no ha logrado matarme, he visto en el último instante la hoja del cuchillazo que acababa de sacarse de la melena mientras la hacía aullar. Ha fallado el golpe por un segundo. Ya me había echado a un lado. Me ha mirado y ha entendido que se había acabado. Antes de que acabase con ella se ha rajado la garganta. Así es como ha muerto. Luego he registrado la casa, y te he encontrado en el pozo sin acabar, desmayado. ¿Cómo te llamas?
No dije nada.
–No pasa nada, hijo, tu nombre no es tan importante. ¿Es que no has oído los gritos de tu madre antes de perder el conocimiento?
Asentí.
–Entonces no te voy a matar. Ya estás casi muerto, y tu agonía durará mucho. Adiós, joven huérfano. Yo también lo fui, y no tenía ni tu edad. Gracias a eso tengo una rabia que nada puede apagar. Eso es lo que me mantiene con vida. Haz lo mismo. Ódiame, vive encolerizado, sé fuerte, conviértete en un guerrero, conviértete en un asesino, siembra la sangre, encuéntrame cuando seas mayor y hazme pagar el sufrimiento atroz que he infligido a tu madre. Ha sufrido entre mis manos como pocas veces he visto soportar a alguien el sufrimiento. Adiós, hijo, adiós.
La muerte me había dicho todo aquello con voz serena. Se persignó cristianamente y luego, sin más, salió y se fue. Me quedé solo en el patio, entre los dos cuerpos de mis padres, toda la noche. Cuando se hizo de día, me metí de nuevo en el pozo sin acabar y esperé. Esperé a que la muerte viniese a liberarme.