«Se adiestraba a niños», dice Mealy, «para que arrojaran granadas, no solo por el factor del terror, sino también porque el gobierno o los soldados estadounidenses tendría que dispararles. Entonces los estadounidenses se sienten avergonzados. Y se culpan a ellos mismos y llaman a sus soldados criminales de guerra.»
Y funcionó.
Cuando un soldado dispara a un niño que arroja una granada de mano, el arma del niño explota y solo queda un cuerpo mutilado que hay que racionalizar. No hay un arma conveniente que convenza al mundo sin ningún género de duda de la letalidad de la víctima y la inocencia del que mata; solo hay un niño muerto, que habla en silencio del horror y de la inocencia perdida. La inocencia de la niñez, de los soldados y las naciones, toda ella perdida en un solo acto que se recrea innumerables veces durante diez interminables años hasta que un país abatido se retira horrorizado y conmocionado de su larga pesadilla.