Un recluso en una celda. En la pared el reglamento de la cárcel. En el dorso del reglamento, pegadas con miga de pan y ocultas a los carceleros, unas veinte fotos de asesinos quizá también de algún atleta recortadas de la prensa; «para los más puramente criminales», un marco hecho con cuentas en forma de estrella: «Y en honor de los crímenes de todos ellos escribo es-te libro».
Jean Genet escribió Santa María de las Flores, su primera novela, en 1942, en la prisión de Fresnes, y la escribió, según dice, «para hechizo de mi celda», y quizá, secretamente, para «comprobar cuál puede ser el méto-do mejor […] para no sucumbir también al horror, llegado el momento». En este espacio embrujado del preso que espera con terror su juicio y su con-dena, se conjuran, pues, sólo «golfos de la peor calaña», héroes «sin he-roísmo alguno que les pueda conferir alguna nobleza», santos «siempre obligados a amar lo que aborrecen»: Divina, que una vez fue Louis Cula-froy, un niño que huyó rumbo al correccional; Pocholo el Pinreles, ladrón, chulo, patriota y católico, «más falso que el alma de Judas»; Santa María de las Flores, asesino de un anciano que «ya ni se empalmaba», amante des-leal, ladrón y vendedor de cocaína; y Mimosa la Mayor, Mimosa II, Primera Comunión, Príncipe Monseñor… todas ellas «solísimas, perseguidísimas, todísimas». Genet entró en la mitología y en la poesía del siglo XX con esta novela que aún hoy sigue siendo un referente de la vida «aparte» y de la transformación de la vergüenza en orgullo.