Kipling viaja a Egipto y visita el Sudán entre invierno y primavera de 1913 movido por el deseo de “descubrir el sol”, y los juegos de luces y sombras darán las páginas más llamativas de un texto que varias veces proporciona ejemplos modélicos de impresionismo literario y casi se diría que pictórico. Sus descripciones del desierto o de los colosos de Abu Simbel hacen que el texto literario adquiera las propiedades de las más límpidas imágenes visuales, o en las necrópolis egipcias hace sentir la humedad, la opresividad y los ecos y resonancias en las cámaras y pasadizos subterráneos de las tumbas labradas en la roca y a la vez transmite el encanto de las escenas de la vida cotidiana representadas en sus paredes.
Pero Kipling viaja también para conocer los peligros que amenazan el dominio de Gran Bretaña en sus colonias norteafricanas. Más allá de la brillantez paisajística, su texto remite a la formación, en el norte de África, de movimientos anticolonialistas que, ceñidos entonces a la lucha por la soberanía nacional, se situaban ya en la línea que lleva a la lucha por la soberanía popular en las revoluciones democráticas desencadenadas en 2011.