La Iglesia sin poder

Juan el Bautista mandó a dos discípulos a preguntar a Jesús si él era aquel cuyo advenimiento había sido presagiado. Jesús los mandó de vuelta para que le dijeran a Juan lo que habían visto: «que los muertos resucitan» y —aquí está la clave— «a los pobres es anunciado el Evangelio» [Lucas 7, 22].

La súbita desescolarización de una sociedad «escolarizada» es, en muchos sentidos, paralela a la descristianización de una cultura «católica».

Como tenemos la bendición de la mirada retrospectiva, ahora podemos ver que Juan XXIII no provocó una crisis en la Iglesia. Convocó un concilio y, en aquel encuentro, la Iglesia reconoció solemnemente que ya estaba en un estado de crisis.

La acción social organizada en torno a ideas religioso-seculares —religioso-cívicas— libera a la Iglesia, por consiguiente, del antiquísimo dilema de poner en riesgo su unidad en la celebración de la fe en favor de su servicio a una controvertida caridad.

Aplicada al desarrollo, la fe en Cristo supone la revelación de que el desarrollo de la humanidad tiende a la realización del Reino, que es Cristo ya presente en la Iglesia.

El ministro será, en lugar de un egresado del seminario formado profesionalmente a través de fórmulas «teológicas», un hombre que haya madurado en la sabiduría cristiana a través de toda una vida de participación en una liturgia íntima.

El ministerio será, más que un trabajo, un ejercicio de ocio. La «diaconía» sustituirá a la parroquia como unidad institucional fundamental de la Iglesia.

Un retiro no sirve sino para confirmar el compromiso personal de un hombre con la estructura. Hace falta un concepto adulto de formación, uno que lleve a los hombres a buscar las preguntas correctas.

Y sin embargo, la ordenación de hombres con empleos seglares podría ser uno de los grandes avances de la Iglesia.

Buena parte de la responsabilidad debe achacarse a la eclesiología subdesarrollada de unos clérigos estadounidenses que dirigen la «venta» de las buenas intenciones de su país.