Con la muerte de mi padre también comprendí que una de sus misiones en vida había sido protegerme de la muerte. Mientras él vivía –o quizá precisamente porque vivía–, yo nunca había pensado en mi propia muerte (al menos no de forma consciente, sólo como algo que tenía escondido en un rincón del alma). Pero cuando mi padre murió, el conducto que me separaba de la muerte se despejó de repente y quedó completamente abierto, así que me vi obligado a mirar una de las mitades del rostro de la muerte: empecé a pensar que a mí también me llegaría la hora. Con la muerte de mi padre aprendí que él me había protegido a mí, su hijo, por el simple hecho de estar vivo. No es algo que se haga de forma consciente; no se trata de un pacto entre humanos ni de una cuestión de amor filial. Se trata de algo que nace de la simple relación entre un padre y un hijo y es, sin duda, el vínculo más genuino que puede existir entre ambos.
Entonces empecé a pensar que tal vez mi propio final no estuviera tan lejos. Pero mi madre, que seguía gozando de buena salud, mantenía oculta la otra mitad del rostro de la muerte, así que el velo que se interponía entre ella y yo no se apartaría por completo hasta que falleciera mi madre. Entonces la muerte vendría a plantarse ante mí con la cara completamente descubierta