—Papá…
No lo atiende, como si estuviera muy lejos de allí o preocupado por otras cosas.
—¡Papá! —grita y siente que le sube un gusto a vómito, el sabor ácido de todos los porrones que se tomó esa noche.
Entonces Miranda agacha la cabeza y el mentón barbudo oculta la cicatriz del cuello. Lo mira, pero tiene los ojos espantados.
—Te fallé, papá. No los encontré. Nunca pude agarrarlos.
Su padre lo mira y frunce el ceño. Lo mira, torciendo la cabeza, como extrañado por la situación.
—No hablés —le dice—. No hablés. Vos estás muy mal, chango. Qué macana —dice, desviando la vista.
Vuelve a mirarlo y le da unas palmaditas en la mejilla.
—¿Cómo te llamás, chango?
—Soy tu hijo, papá. Soy Marciano.
Miranda sonríe.
—No… qué decís, chango. Cómo vas a ser mi hijo. Mi hijo es chiquito. A esta hora está durmiendo en su cama, en la casa, con la mamá. Y yo también tengo que entrar a irme. Mi mujer es buena, pero tiene su carácter. Es brava cuando se enoja. Si no me voy ahora, me va a dejar durmiendo afuera.
—No me dejes.
El hombre se queda pensativo. Parece que a él también se le fuera desvaneciendo algo adentro. Mira para un lado y para el otro. Levanta la vista al cielo blanco. Se pasa una mano por la cara.
—Escuchame, chango. Oíme bien lo que te voy a decir. Yo no te quiero mover de acá. Estás malherido y a ver si la embarro peor. Vos quedate tranquilo. Quietito. Yo voy a ir a buscar ayuda. Quedándome acá no solucionamos nada.
—No te vayas.
—Chito. Quedate tranquilo. No te muevas. Yo no te voy a dejar de a pie, ¿me oíste?
Le apoya cuidadosamente la cabeza en el suelo. Marciano siente la humedad a través del cabello. Lo ve ponerse de pie, aunque todavía con el torso inclinado sobre él.
—Tranquilo. Ya vuelvo, chango, ya vuelvo.
—No te vayas, papá. No me dejes solo.