Cuando le preguntaron a un antiguo filósofo romano cómo quería morir, respondió que se abriría las venas en un baño tibio. Pensé que sería fácil, acostada en la bañera y viendo el rojo florecer de mis muñecas. Flujo tras flujo, a través del agua clara, hasta que me hundiera para dormirme bajo una superficie llamativa como las amapolas.
Pero cuando llegó el momento de hacerlo, la piel de mi muñeca parecía tan blanca e indefensa que no pude. Era como si lo que yo quería matar no estuviera en esa piel ni en el ligero pulso azul que saltaba bajo mi pulgar, sino en alguna parte, más profunda, más secreta y mucho más difícil de alcanzar.
Se necesitarían dos movimientos. Una muñeca, luego la otra. Tres movimientos, si se contaba el cambiar la hoja de afeitar de una mano a otra. Entonces me metería en la bañera y me echaría.