Me abrió la puerta la hembra más enorme que jamás había visto. He visto mujeres gigantescas en el circo. He visto mujeres luchadoras y levantadoras de pesos. He visto a las corpulentas mujeres masai en las llanuras que se extienden a los pies del Kilimanjaro. Pero nunca había visto una mujer tan alta, tan ancha y tan gruesa como aquélla. Ni tan absolutamente repugnante. Iba peinada y vestida para la mayor ocasión de su vida y, en los dos segundos que transcurrieron antes de que uno de los dos dijese algo, tuve tiempo de observarlo todo: el pelo gris y azulado, metálico, cuidadosamente fijado hasta el último cabello, la nariz larga y puntiaguda olfateando en busca de camorra, los ojillos castaños, de cerdito, los labios encogidos, la mandíbula prognata, los polvos, el rimel, el lápiz de labios escarlata y, lo más horrible de todo, el pecho inmenso y empujado hacia arriba por el sujetador, proyectándose hacia adelante como si fuera un balcón. Le sobresalía tanto que era un milagro que su peso no la hiciera caer de narices. Y allí estaba aquella giganta neumática, envuelta del cuello a los tobillos en las barras y estrellas de la bandera americana