No digo ni mucho menos que sean todas las palabras, ni que a día de hoy eso se tenga que cambiar, invertir o eliminar. Solo muestro cómo la lengua está impregnada de sexismo. Cómo la concepción del mundo se traslada a cada estructura que creamos, incluida la gramatical. Y cómo quienes hablamos hoy podemos construir las formas que se fosilizarán mañana y que “esto es lo que hay” no es, tampoco, un argumento lingüístico.
Eso, sin incluir aquí duales aparentes en los que sí es la sociedad, en su ser sexista, la que carga de significado las palabras. Pasa en zorro, zorra; perro, perra; golfo, golfa; lagarto, lagarta; fulano, fulana; gobernante, gobernanta; verdulero, verdulera. De vacíos léxicos en los que una actitud no tiene cabida en el otro sexo: ninfomanía, galán, caballerosidad, hombría, bonhomía, viril, frígida, calzonazos, mujerzuela, arpía o víbora. Ni de vocablos asimétricos como hombre público, mujer pública. O zurrón como bolso y zurrona como ramera, prostituta, furcia o cualquiera de los más de ciento y muchos sinónimos posibles