Hacía algunos años, en 1960, el cronista había podido ver a Eugene McCarthy en dos ocasiones. Durante la convención demócrata de Los Ángeles que nominó a John F. Kennedy como candidato, McCarthy había pronunciado un discurso en apoyo a otro de los candidatos. Fue el mejor discurso por la nominación que el cronista hubiera escuchado jamás. Escribió sobre él utilizando las corridas de toros como metáfora:
… Mantuvo en vilo al auditorio como un torero… reuniendo sus emociones, liberándolas, creando nuevas emociones en la estela de las anteriores, acercando los pases cada vez más a medida que se acercaba el momento de entrar a matar. «No den la espalda a este hombre, que nos hizo sentir orgullosos de ser demócratas, no dejen tirado sin honor a este profeta de su partido.» McCarthy continuó, con la muleta afanada en los naturales. «Sólo un hombre quiso hablar con sensatez a los americanos. Dijo que la promesa de América es la promesa de la grandeza… Ésta fue su llamada a la grandeza… No se olviden de este hombre… Damas y caballeros, les presento no al hijo predilecto de un estado, sino de cincuenta estados, el hijo favorito de todos los países que sin conocerlo se muestran fascinados al oír su nombre.» Confusión. La entrada a matar. «Damas y caballeros, les presento a Adlai Stevenson, de Illinois.» Orejas y rabo. Patas y toro. Un estruendo se elevó, como cuando Bobby Thomson dio una vuelta al campo de béisbol en Polo Grounds y los Giants le ganaron el campeonato a los Dodgers en el tercer partido complementario en 1951. Las muestras de apoyo se derramaron como una cascada, la galería se puso en pie y el recinto deportivo sonó como el interior de un tambor que indica la marcha.