A través de la intuición, súbitamente descubrimos que puede vivirse otra relación con el conocimiento. Por ese extraordinario surgimiento de un saber inmediato, lejos de toda lógica y de toda voluntad programada, nos vemos confrontados con los límites de nuestra conciencia, con las eternas incertidumbres de la comprensión, con las verdades «relativas» de nuestra civilización con los sentidos enfermos.
Y, sin duda, no es casualidad que la intuición nos toque a veces con su luz benefactora, para tranquilizarnos, para asegurarnos a su manera que, más allá de las reglas y las leyes de un mundo que corre demasiado, que a menudo pierde la cabeza, existen pruebas para compartir, sutiles mensajes que escuchar y después meditar. Como una luz que de vez en cuando nos muestra el camino hacia nosotros mismos.
Ya no se trata entonces de un simple fenómeno puntual que tendría sólo un valor anecdótico, sino, por el contrario, de la emergencia de una parte de nuestro ser más íntimo, más secreto, que hasta ahora permanecía prudentemente escondida en los recovecos de lo vivido. Como un velo corrido sobre una vida interior que todavía no nos habíamos detenido a explorar y, sobre todo, a la que no habíamos dejado expresarse.
Nuestra búsqueda de la intuición manifiesta entonces su verdadero rostro, que, más allá de las palabras, no es otro que un camino de despertar hacia nuestra vida interior, hacia esa parte de nuestra persona que en todas las circunstancias permanece invisible e impalpable, pero no menos esencial para nuestro recorrido. Acechar, escuchar, acercarse, desarrollar nuestra intuición se imponen como oportunidades para atravesar ese límite entre lo exterior y lo interior, un mundo real y un universo virtual, que den un nuevo sentido a nuestra bipolaridad inicial.