Pues a la mierda Sylvia Plath, qué quieres que te diga.
Entonces nos miramos en silencio, como dos guerreras a punto de batirnos en duelo.
Su lengua y mi lengua, su lengua y mi oreja, sus manos debajo de mi camiseta, vadeando el sudor entre los pliegues de mis costados, alcanzando mis pezones y quedándose a vivir en ellos un rato mientras yo moría.