Vivir bajo la ocupación contemporánea es experimentar de forma permanente la «vida en el dolor»: estructuras fortificadas, puestos militares, barreras incesantes; edificios ligados a recuerdos de humillación, interrogatorios, palizas, toques de queda que mantienen prisioneros a centenares de miles de personas en alojamientos exiguos desde el crepúsculo al alba; soldados patrullando las calles oscuras, asustados por su propia sombra; niños cegados por balas de caucho; padres humillados y apaleados delante de su familia; soldados orinando en las barreras, disparando sobre las cisternas para distraerse; cantando eslóganes agresivos, golpeando las frágiles puertas de hojalata para asustar a los niños, confiscando papeles, arrojando basura en mitad de una residencia vecina; guardas fronterizos que vuelcan una parada de legumbres o cierran las fronteras sin razón; huesos rotos; tiroteos, accidentes mortales... Una cierta forma de locura.