Hacía unos minutos, en las marismas, bajo esa luz mortecina y la desolación del cementerio, había visto a una mujer cuya forma era real y no me cabía la menor duda de que, en un aspecto esencial, también era espectral. Presentaba una palidez fantasmal y una expresión pavorosa, vestía de una forma que no estaba en consonancia con los estilos de los tiempos que corren, había guardado las distancias y no me había dirigido la palabra. Me había transmitido tan intensamente algo procedente de su presencia sosegada y silenciosa, en ambos casos junto a una tumba, que yo había experimentado un rechazo y un miedo indescriptibles. Además, había aparecido y se había esfumado de una manera que era imposible en el caso de un ser humano de carne y hueso.