En el mundo de la Alta Edad Media, la redefinición del libro en las formas materiales, en la producción, circulación y en los usos, como consecuencia de su prevaleciente, si no exclusiva, pertenencia al ambiente monástico, condicionó su lectura: esta se asimilaba a una práctica disciplinada y agotadora, a tal punto que los Padres de la Iglesia prepararon una serie de instrucciones que debían seguirse para controlar los sentidos y las posturas corporales mientras se leía.(8) Además, no se leía por placer, sino para alcanzar la virtud.