Leslie Jamison

Rhys nunca se vio a sí misma como una genial tarambana, a diferencia de los escritores alcoholizados de su generación, porque la obligaron a verse como una madre fallida

Emborracharme se me antojaba lo contrario a la restricción. Equivalía a libertad. A ceder al deseo en lugar de negarlo.

podía hacer las cosas hasta empezar a creer en ellas, que la intencionalidad era tan auténtica como la obligación. La acción podía impulsar la fe, no solo atestiguar su existencia. «Antes pensaba que tenías que creer para poder rezar –oyó decir David Foster Wallace en una reunión de Alcohólicos Anónimos–, pero ahora sé que lo había entendido todo al revés.»14 Durante mucho tiempo, yo había creído que la sinceridad consistía en alinear acciones y creencias,

mismo y actuar en consecuencia. Sin embargo, en lo tocante al alcohol, había diseccionado mis motivaciones en mil charlas sinceras –con amigos, con psicólogos, con mi madre, con mis novios– sin que ese vasto conocimiento de mí misma sirviera para liberarme de una conducta compulsiva.

La quiebra de este silogismo –si me comprendo a mí misma, me pondré bien– me hizo cuestionar la veneración que había llegado a sentir por el concepto mismo de conciencia personal, que se había convertido en una

suerte de humanismo secular: «Conócete a ti mismo y actúa en consecuencia.» ¿Y si le dábamos la vuelta? «Actúa y, en consecuencia, descúbrete a ti mismo.» Acudir a una reunión, un ritual, una charla, eran actos cuya autenticidad podía ser real al margen de lo que uno sintiera mientras los llevaba a cabo. Hacer algo ignorando si creías en ello demostraba tu sinceridad y no la ausencia de esta.

deseo de creer que había algo más en esta vida, algo que no era yo, algo capaz de hacer que la sobriedad no pareciera una forma de castigo, ese deseo era lo bastante fuerte para derribar el muro que yo

otro diario de una adicción», porque el hecho de que la historia se repita es precisamente la razón por la que debe contarse.

paradoja de los relatos de recuperación, descubrí entonces, era que debías renunciar a tu ego narrando una historia de la cual eras a la vez autor y protagonista. Era una paradoja que solo podía existir previo reconocimiento de una experiencia común:

Emborracharme siempre había servido para encerrarme más en mí misma, en esa especie de aterciopelada apatía, pero escuchar a otra persona –fueran cuales fuesen sus experiencias, sus recuerdos– era todo lo contrario a ese ensimismamiento.

arte con mayúsculas exigía «tener la disciplina suficiente para hablar desde la parte de ti mismo que es capaz de amar y no desde la parte que solo quiere ser amada».