Leslie Jamison

Rhys nunca se vio a sí misma como una genial tarambana, a diferencia de los escritores alcoholizados de su generación, porque la obligaron a verse como una madre fallida

Emborracharme se me antojaba lo contrario a la restricción. Equivalía a libertad. A ceder al deseo en lugar de negarlo.

Emborracharme siempre había servido para encerrarme más en mí misma, en esa especie de aterciopelada apatía, pero escuchar a otra persona –fueran cuales fuesen sus experiencias, sus recuerdos– era todo lo contrario a ese ensimismamiento.

arte con mayúsculas exigía «tener la disciplina suficiente para hablar desde la parte de ti mismo que es capaz de amar y no desde la parte que solo quiere ser amada».

encantaba pensar que el mundo llevaba todo ese tiempo repleto de personas que habían logrado dejar la bebida, como un secreto a voces

Me escuchaban porque, en definitiva, me comprendían de verdad: se habían visto en el trance de querer dejarlo y al mismo tiempo no quererlo, de amar aquello que te está matando, de no poder imaginar la vida sin

Creer en lo que compartíamos no tenía por qué impedirme ver lo que no compartíamos. La empatía no era sinónimo de asimilación. No consistía en fingir que todos habíamos vivido lo mismo, sino sencillamente en escuchar.

No estábamos allí para esperar o exigir una perfecta correspondencia, sino para abrirnos a la posibilidad de sentirnos acompañados

Pero el reverso de la humildad que trae consigo la comunión, el hecho de poder decir «No soy el único», es el peligro de dar por sentados los sentimientos ajenos o asumirlos como propios: «Yo he sentido lo mismo que tú.» Es tan satisfactorio reconocer lo que se comparte que nos puede llevar a caer en la tentación de ver puntos de comunión por doquier.

es cierto que todos hemos ansiado algo que nos perjudica. Ojalá pudiéramos invocar esa universalidad no para desdibujar las fronteras de la adicción, sino para humanizar a quienes caen bajo su yugo.