—¿Me puedes enseñar a besar? —se quitó de la línea de luz. Era intolerable. Sonrió, con esos dientes blancos que tiene.
—Me gustas mucho —dijo.
La besé otra vez, sin chiste.
—Pon un disco, ¿no? Luego me enseñas.
—¿Ya no tienes miedo?
—¿De qué?
—Cierra los ojos —propuse, con inseguridad—. Humedécete los labios. —Me pasé la lengua para que viera cómo—. Abres la boca y la mueves cuando te esté besando. Me absorbes y tratas de ofrecer la parte de atrás de tus labios, y con la punta de la lengua repasas mi boca, mi propia lengua…
Abrió la boca y comencé a besarla, succionando.
Se retiró.
—Pon un disco, ¿no? —así estuvo, sin misterio, sin deseos, sin evasivas.
—Sí —dije, con un gruñido de posesión inminente a pesar de que ella no decía, ni hacía, ni parecía pensar nada al respecto.
En la sala me arreglé el sexo erecto bajo el pantalón y encendí el tocadiscos. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Fantasía para un gentilhombre, entré en la recámara.
Gisela parecía dormida, con el rayo de sol sobre la cara.
—Perrito —le dije. Pensé que podía tomarlo como un insulto y dije un poco más alto—: Conejita. —No me contestó. Parecía dormida.
Me acerqué; me incliné para besarla. Apoyé una rodilla en la cama y abracé a Gisela y el tambor metálico rechinó bajo el colchón. Ella abrió los labios calientes y nos besamos