Por lo general, Shade destruía los borradores en cuanto dejaba de necesitarlos; bien me acuerdo de haberlo visto desde mi galería, una mañana brillante, quemando toda una pila en el fuego pálido del incinerador delante del cual permanecía con la cabeza inclinada como un miembro oficial de un cortejo fúnebre, entre las mariposas negras, llevadas por el viento, de ese auto de fe de patio trasero. Pero Shade salvó esas doce fichas a causa de los hallazgos no utilizados que brillaban entre la escoria de los borradores utilizados. Tal vez pensaba vagamente sustituir ciertos pasajes de la copia en limpio por algunos de los preciosos desechos de su fichero, o, lo que es más probable, una afición secreta por tal o cual ornamento, suprimido por consideraciones arquitectónicas o porque había irritado a la señora S., le instó a aplazar su destrucción hasta el momento en que la perfección marmórea de un impecable manuscrito dactilografiado la hubiese confirmado o mostrara lo embarazoso e impuro de la variante más deliciosa. Y quizá, permítaseme añadir con toda modestia, tenía intención de pedirme mi opinión después de leerme su poema, como sé que pensaba hacerlo.