Algunas culturas de oficina exigen un presentismo abnegado: la última persona en marcharse de la oficina «gana». Pero, en el caso de la mayoría de los millennials que conozco, la única persona que los «obliga» a trabajar tantas horas son ellos mismos. No porque seamos masoquistas, sino porque hemos absorbido la idea de que la única forma de distinguirnos en nuestro trabajo es currando sin parar. El problema que encierra esta actitud es que currar sin parar no significa producir sin parar, pero mal que bien crea una ficción autocomplaciente de «productividad»