Sylvia Molloy

Hace poco, sentada a la mesa, me sorprendí repitiendo un gesto de mi madre. Ya no recuerdo si estaba sola en la mesa o acompañada, la sorpresa fue tan fuerte que obliteró lo que me rodeaba, como una foto sobreexpuesta. Era un gesto trivial, anodino: tomar el borde del mantelito que se tiene delante y plegar el borde dos o tres veces sobre sí mismo en dirección del plato, como quien pliega el borde de una hoja de papel. Es un gesto que observé en mi madre durante el mes que pasé con ella después de la muerte de mi padre. Se había quedado sola. No quería comer. Creo que el gesto nació entonces, como distracción o rechazo, aunque quizá lo tuviera de antes. Pero antes yo no me fijaba en mi madre. En cambio, en estas interminables comidas compartidas, vigilaba su más mínimo movimiento, acaso porque me sentía responsable. O

e. Estaba despidiéndose. Me llevó un tiempo darme cuenta de que repetía una escena de un film de Garbo; mi madre, acaso sin saberlo, estaba citando. El hecho no disminuye la sinceridad del gesto: antes bien la confirma.

más bien amorosamente hilvanada.

inútil insistir en lo contrario. Acaso los dos tengamos razón.

Edda Mussolini sentada en una roc

La relación con la enfermedad es siempre complicada, mediada por temores, negaciones, conjuros.

Entonces la muchacha floreci

Nada asegura, sin embargo, que sean menos apócrifas que las que recita la muchachita mexicana, a diario, en su museo.

. Mi única preparación era llenar una bolsa de libros por si en algún momento del viaje me dieran ganas de lee

Cedo a una moda de lectura, lo sé.