Elena Armas

Llévame a casa, Aaron Blackford.

–Cuando por fin te bese, no te quedará ninguna duda de que es real.

–Me ganaré la palabra de cuatro letras.

Cuando por fin te bese, no te quedará ninguna duda de que es real.

Eres lo más precioso que he visto en la vida. Toda para mí. –Su mirada se ablandó y me llegó al corazón,

. Si sigues siendo así de perfecta comenzaré a creer que fuiste hecha para mí.

Así que soy yo el que se alegra. El que está jodidamente aliviado porque me llevaras a mí y no a alguien más. Yo soy el que está agradecido.

Pero tú sí. Tú vales cualquier problema. Me metería en un incendio por ti. ¿No lo ves?

Catalina. –Ahí estaba de nuevo. No Lina, sino Catalina–. Me alegra no haberte besado.

Mi corazón se detuvo.

–¿Por qué? –pregunté con lo que no fue más que un susurro tembloroso.

–Porque cuando por fin me ocupe de esos labios, no tendrá nada que ver con una farsa. No voy a estar contándote lo que haría si fueses mía: te lo mostraré. No será una actuación lo bien que podría

Sí, es ella –respondió en voz alta y mi respiración se aceleró–. La mujer de la que te hablé.

Aaron me miró. Los ojos le brillaban debajo de la luz fluorescente de la habitación.

–Tu Thea –dijo Richard, emocionado. Thea. Ese era el nombre de su esposa. De la madre de Aaron. Lo miré y encontré la sonrisa que había ocultado. Era pequeña y débil, pero suficiente para liberar