Federici (2018) identificó también que, una vez en el sistema capitalista, hubo distintas etapas en relación con el uso de la fuerza de trabajo femenina, que fue cambiando también según necesidad. El capitalismo de la Primera Revolución Industrial empleó mujeres, varones y hasta niños, pero ello llegó a poner en jaque la reproducción social: la caída de la tasa de natalidad y el aumento de la mortalidad se volvió un tema preocupante para la época. En respuesta, se inició una nueva etapa con la Segunda Revolución Industrial que la autora llama «patriarcado del salario», que duró desde 1850 hasta 1960, durante el cual la excusa del uso de maquinaria más pesada en las fábricas sirvió para replegar a las mujeres en los hogares y excluirlas del mercado de trabajo. Al mismo tiempo, la sindicalización permitió la adquisición de un mejor salario, un salario «familiar». Es decir, que las mujeres ya no estaban en la industria, pero los hombres podrían ganar lo suficiente como para mantenerlas a ellas. Ello ordenó la afluencia de ingresos monetarios hacia los hogares a través de un «varón proveedor» ahora con más derechos e ingresos y, al mismo tiempo, con un carácter disciplinador. Una tercera etapa inicia desde 1960, cuando dicho sistema se resquebrajó y las mujeres se reincorporaron al trabajo remunerado, sin poder distribuir con los varones o delegar el trabajo doméstico