Janette Sadik-Khan

En muchos aspectos, la violencia vial se contempla como si fuese un fenómeno meteorológico: un suceso transitorio potencialmente molesto sobre el cual no tenemos ningún control. Incluso la palabra accidente quita hierro al impacto de esas muertes y encubre sus causas y nuestra responsabilidad de acabar con ellas. Un examen más atento de cada incidente revela factores humanos específicos que han contribuido directamente a él y hacen injustificable el uso del eufemismo accidente. Son muertes prevenibles.

La máxima prioridad de cualquier ciudad debería ser la seguridad física y psicológica de las personas que circulan por la calle. La muerte de centenares de personas en las calles de una ciudad se consideraría una crisis sanitaria en cualquier otro ámbito.

PlaNYC era un manual para reescribir el código de funcionamiento de las calles y superar el mito de que Nueva York era una ciudad ingobernable, un lugar donde siempre prevalecería el statu quo.

Cuando regresé al Departamento de Transportes del Ayuntamiento de Nueva York tras un largo interludio, ya sabía que su influencia se extendía más allá del tráfico. Nueva York tiene 5.800 kilómetros de calles, 19.300 kilómetros de aceras, más de 1 millón de señales de tráfico, 12.700 intersecciones con semáforos, 315.000 semáforos, 789 puentes y el ferri de Staten Island, que transporta a 22 millones de personas cada año.[3] Las calles ocupan un 25 por ciento del terreno que abarca la ciudad, lo que convierte al comisionado de Transportes en su mayor promotor inmobiliario.[4] El cometido principal del departamento es la gestión de la infraestructura y responder a las emergencias diarias que la desbaratan.

La primera es la obsesión monomaníaca por los megaproyectos a la que todavía se entregan los alcaldes y que se encargan de fomentar los ingenieros, deseosos de construir puentes, nuevas autopistas elevadas, vías de circunvalación, intercambiadores y estadios para dejar huella y «hacer algo» durante su mandato.

tendencia choca con la segunda práctica habitual: la defensa de la conservación, focalizada en los barrios e impulsada por vecinos que se oponen no solo a los proyectos destructivos, sino también a prácticamente cualquier cambio que modifique el contexto urbano.

Todo barrio tiene excusas para alegar que es imposible, poco práctico o simplemente una locura cambiar su modo de usar las calles. La experiencia directa me enseñó que las razones para no actuar son infinitas. Pero la inacción es inexcusable. Las autoridades y la población a la que sirven no pueden aceptar unas calles disfuncionales mientras las ciudades van creciendo. Tienen que luchar para cambiarlas. La lucha por estos cambios es… En fin, digamos que la tarea no acaba aquí.

Todas y cada una de las calles de una ciudad tienen un código de funcionamiento implícito y, por exótica que sea su localización, desde Melbourne hasta Bombay y Manhattan, todas ellas están fallando exactamente del mismo modo. Las señales de tráfico y los semáforos, los carriles y las líneas divisorias, las aceras y los pasos de peatones, todos estos elementos pro

programan conjuntamente la función básica de cada calle.

El código de funcionamiento es el lenguaje implícito que adquiere significado cuando el diseño de la calle se cruza con las personas que la usan. Sin embargo, es en el modo de funcionamiento de la calle —cuándo caminamos y cuándo interrumpimos la marcha, cómo nos detenemos y cómo volvemos a ponernos en movimiento, cómo la interpretamos intuitivamente mientras conducimos, caminamos o pedaleamos por ella— donde quedan de manifiesto el significado profundo y las insuficiencias de dicho código.