Me habían ido a reclutar al campus. Me habían investigado, sabían que había estado en el servicio de inteligencia militar, que sabía árabe; parece que tenían buenas recomendaciones. Sabían más cosas; por ejemplo, mis opiniones de entonces, porque me hablaron de la reciente paz y de la importancia que tenía protegerla. Dudé, proyecté debilidad, pero Jaim insistía y nos encontramos dos o tres veces en un café. «Necesitamos gente como tú –dijo–, que no sea exaltada y quiera a su país sin crueldad. No busco a nadie que odie a los árabes. Por mí los puedes amar». Me habló de Rabin. Le pedí que me dejara pensarlo, y entonces se produjeron los atentados de Purim de 1996, en invierno, un autobús, y otro, y otro, oí cómo el autobús de la línea 5 explotaba unas calles más allá de la terraza cerrada donde estaba estudiando para un examen. Y vi cómo las buenas intenciones se iban desvaneciendo. Llamé a Jaim para decirle que aceptaba, que quería proteger lo que quedaba.