Sin embargo, un buen día Mitsuki dejó de pensar que era feliz. A medida que los años pasaban, sentía que su cuerpo quedaba aprisionado en una maraña de hilos viscosos que opacaban su piel y su corazón. Dejó de caminar con paso ágil, dejó de sonreír. Se apagó el brillo de sus ojos. Nada quedó de aquella niña alegre que cantaba y bailaba