Yo no sabía por qué el amigo de ayer iniciaba la guerra contra su enemigo de hoy. Y sin reflexionar cómo había llegado hasta aquel sitio, montado a caballo, vestido con el uniforme de los orozquistas, sin saber adónde habría de llevarme esa misma masa que me rodeaba y me oprimía, cuando el hombre vestido de charro levantó su sombrero y saludó, yo, como todos los demás, me levanté sobre los estribos, eché mano al sombrero para agitarlo contra el viento, arriba de las cabezas, y sin saber qué decir ni qué gritar, lancé únicamente este alarido: