Toqué con una moneda en la puertita de la reja. A la segunda tanda de golpes salió un viejito en bata y calzones largos. Saludé, pedí disculpas por molestar y le pregunté si podía brincar de su patio al mío. Bueno, al de mi hermana. Me miró sin desconfianza, pensando. Pásele, me dijo luego. Él sí contaba con un pasillo externo. Se fue delante de mí para señalarme el camino. Me dio un par de indicaciones: “cuidado con los tubos que están a la vuelta”, y “aguas con la cabeza”, cuando pasamos debajo del aparato de aire que ronroneaba muy fuerte. No dijo nada más, ni hizo preguntas. No me pidió identificarme, ni quiso saber mi nombre. Que le robaran al vecino le valía absolutamente madre. Bien por él. Por sobre todas las cosas le importaba la tranquilidad de su espíritu.