David Keenan

Quiero aventuras, dijo. Quiero vivir. Los libros no son la vida, dijo. La música no es la vida. Mantenerse vivo no es vivir. Seguir a una chica de veinte años hasta el otro lado del mundo y montar un negocio en una zona de guerra: eso debe de ser vivir.

Luego citaba el comienzo de Apuntes del subsuelo de Dostoievski, uno de los libros que habíamos analizado juntos. «Soy un hombre enfermo. Soy un hombre despechado. Soy un hombre apático. Creo que padezco del hígado». Adiós por ahora, dijo, y así fue cómo desapareció de mi vida.

La música es siempre superior a la vida, escribió. Su pensamiento se había transformado. El deber de la vida es igualarse a la música, escribió. ¿Cuándo puede la vida ponerse a la altura de la música, excepto en el recuerdo, excepto en los sueños?

Olvidar es una decisión tan buena como cualquier otra cuando has llegado al fondo del océano y, de cualquier modo, mi corazón me decía que hacía mucho que era hora de irse.

Dame mi propio cadáver putrefacto antes que esa muerte en vida del matrimonio suburbano, prefiero una botella de cristal en el culo antes que un anillo de compromiso en el dedo.

Yo buscaba el miedo, sentada la noche entera, imaginando cosas horribles.

Me fascinaban las películas de terror.

Buscaba la locura, leía poemas sobre criaturas de las profundidades marinas y poemas sobre islas barridas por tifones y la Atlántida y los ovnis.