Dueño ya absoluto de su cuerpo, el último día, cuando se disponía a partir de Aquisgrán, Händel se detuvo ante la iglesia. Nunca había sido especialmente piadoso, pero ahora, habiendo recuperado milagrosamente la capacidad de andar, al avanzar hacia el coro, donde se encontraba el órgano, se sintió conmovido por lo inconmensurable. Tanteando con la mano izquierda, rozó las teclas. Y sonó. Sonó de un modo claro y puro a través de aquel espacio receptivo, en quietud. Vacilante, lo intentó la derecha, la que durante tanto tiempo había permanecido cerrada, encogida. Y, he aquí que, también bajo ella, un acorde resonó como una fuente de plata. Poco a poco empezó a tocar, a improvisar, y la gran corriente le arrastró. Prodigiosos, los sonoros sillares se alzaron y montaron unos sobre otros, invisibles. Espléndidos, ascendían y ascendían por las airosas construcciones de su genio sin sombra, inmaterial claridad, luz sonora. Abajo, las monjas y los fieles, anónimos, escuchaban con atención. Jamás habían oído tocar a un hombre de esa manera. Y Händel, la cabeza inclinada con humildad, tocaba y tocaba. De nuevo había encontrado el lenguaje con el que hablaba con Dios, con la eternidad y con los demás mortales. De nuevo podía componer. De nuevo, crear. Sólo ahora se sintió restablecido.