Pilar Quintana

Con la sabiduría que algunos años de más me han dado, ahora les puedo decir que si el amor es ciego, la esperanza y la fe son sus primos sordos y mudos.

Esa monja, contaba mi mamá, era ancha y bajita. El muñón de un árbol talado, la imaginaba yo, con el hábito marrón anchándose hacia abajo.

Siempre pensé que la selva eran los muertos de mi mamá. Sus muertos renacidos.

joven, de piel clara y pelo castaño, con ojos separados de pajarito.

Rebeca y Fernando, siguió contando mi mamá, tuvieron dos hijas, dos carros y dos casas.

Mi mamá puso cara de no seás tan ingenua, Claudia, y contestó con la voz baja que usaba para hablar de temas escandalosos.

Rebeca siguió hacia el Studebaker y Solita se quedó viéndola hasta que se montó, arrancó y la neblina se tragó primero el carro y luego el sonido del motor.

Mi papá leía el periódico. Mi mamá, una revista. Yo, frente a la mesa de centro, sentada en el suelo sobre un tapete acolchado

una no puede ir por la vida buscándoles peros a todos los hombres que encuentra porque luego se queda sola.

¿Otro embarazo? ¿Otro parto? ¿Un bebé llorando? Uy, no. A mí déjenme tranquila.