Pablo era un milagro. Siempre nos había asombrado a Gabo y a mí, como al resto de habitantes del pueblo, porque era muy fuerte. A los diez años era capaz de levantar a sus padres, uno en cada brazo, por encima de los hombros. Cuando Pablo te llevaba a caballito, era como volar, pero hacía mucho tiempo que no lo veía.