Rafaela Lahore

entibió a otro hijo adentro de su vientre.

Durante una década, su psicóloga trató de llegar al centro de ella, pero como si fuera una fruta, no pudo hacerlo sin romperla un poco.

Siempre me pareció que detrás del cielo negro solo hay luz y que las estrellas son los agujeritos por donde se cuela.

Aún no lo sé, pero la muerte se despliega sobre nosotros como una flor que se abre de a poco.

Ya me acostumbré a que se quede así, sin hablar, como si el silencio fuera otra forma del cansancio.

Pobre de mí, pienso, por tener que entrar al futuro con este cuerpo.

A veces escucha tantas voces, pero nadie vivo le habla.

Trataba de encontrar un quiebre, una señal, algo que explicara cuándo había surgido esa sombra que te acompañaba a veces, por qué, de qué forma, quién la había alimentado.

A veces sospecho los destrozos subterráneos que tu angustia debe haber provocado en mí. Me digo: algo en mí debe estar dañado. Pero no, no lo distingo. Entonces, ¿dónde está, qué hice yo con todo eso?

Durante años, traté de ponerme en tu lugar: me imaginaba que llevaba meses encerrada en una pecera, que estaba abatida, enferma, que algo, con insistencia, me apretaba o me dolía. Me imaginaba cómo sería —¿cómo?— si nada me importara. Cuando algo se arruinaba en mi vida pensaba que así era como te debías sentir, pero después entendí que era un engaño, porque la mía solía ser una forma liviana de la tristeza o de la nostalgia