Amia Srinivasan

La visión «antisexo» defendía que el sexo tal como lo conocemos es un constructo patriarcal –una erotización de la desigualdad de género– del que no hay una auténtica liberación posible sin una revolución en las relaciones entre hombres y mujeres. A falta de esta, el separatismo, el lesbianismo o la abstinencia eran (en el mejor de los casos) las únicas opciones emancipadoras. Según la visión «prosexo», la libertad de las mujeres exigía una garantía del derecho de estas a tener sexo cuando, como y (habiendo consentimiento de la otra parte) con quien quisieran, sin estigma ni vergüenza.

A mediados de los setenta, en mitad de un rechazo cultural creciente hacia el feminismo, las feministas comenzaron a señalar el porno como puntal del patriarcado. «La pornografía es la teoría, y la violación, la práctica», declaró Robin Morgan en 1974.

Decir que el porno cumple con la función de materializar su mensaje es considerarlo un mecanismo, no solo de describir el mundo, sino de conformarlo. El porno, para MacKinnon y otras feministas antiporno, era una máquina para la producción y reproducción de una ideología que, erotizando la subordinación de las mujeres, la hacía real.