Los israelitas no dudaban que Dios hablara a los hombres mediante sus profetas. Su identidad misma como pueblo elegido se originaba de estas creencias, y de una alianza especial con Dios, una particularidad en cuya interpretación los profetas desempeñaban un papel muy importante. Sin embargo, los falsos profetas eran legión, y los reproches y jeremiadas de aquellos que reclamaban un estatus profético no tenían muchas probabilidades de dotarlos de popularidad.
Es probable que efectivamente se considerara que algunos profetas estaban locos (e indudablemente algunos psiquiatras del siglo XX sintieron la tentación de hacerlos a un lado como ejemplos de psicopatología). No obstante, para sus contemporáneos, que efectivamente creían en un dios celoso y omnipotente que hablaba de modo rutinario a través de instrumentos humanos y tenía una propensión a infligir las penalidades más severas en aquellos que lo desafiaban, siempre debieron de haber existido razones para dudar. Podían reconocer la locura, pero los profetas que exhibían algunos atributos de la demencia bien podían tener una inspiración divina.