Todos los aspectos del mundo natural y de su funcionamiento estaban vinculados con el reino de los dioses y era imposible escapar a su influencia omnipresente. La extrañeza, la otredad, el carácter aterrador de la locura, ¿en qué otro lugar podían originarse si no en el universo invisible que habitaba lo divino y lo diabólico?
Al igual que las patologías corporales que desviaban violentamente a las vidas de su trayectoria habitual, los trastornos mentales tenían efectos que
ocasionaban una perturbación profunda, tanto para quienes experimentaban la enfermedad como para aquellos que los rodeaban. En un nivel puede tratarse de una afección solitaria —de hecho, en ciertas ocasiones quienes la sufrían se retiraban del contacto con otros humanos—, pero sus ramificaciones tenían los efectos más poderosos e inquietantes y, en ese sentido, se trataba del padecimiento más social. Incontrolables e inexplicables a la vez, que eran una amenaza para el yo y para los otros, estas condiciones aterrorizantes y odiosas no podían, y no pueden, ignorarse; ponen en duda la sensación de una realidad compartida y común (el sentido común en el significado literal del término), y amenazan, tanto simbólica como prácticamente, los fundamentos mismos del orden social.