Por regla general, los miembros de las naciones históricamente agitadas no tienen en cuenta la idea de que sus historiadores son, a la vez, sus tanatólogos. Por su profesión, los tanatólogos son los mejores teólogos: apoyándose en un punto de partida local, adoptan de forma anticipada la perspectiva de Dios en el fin del mundo y al final de la vida. Por regla general, los historiadores no se dan cuenta de que, en tanto en cuanto recuerdan comienzos tempranos, también ejercitan, de modo indirecto, la perspectiva del fin.
Desde el punto de vista de Dios, la historia no es otra cosa que el procedimiento para convertir lo que todavía-no-ha-sido en algo que ha sido. Solo cuando todo ser haya llegado a ser sido, el «Dios omnisciente»3 de la metafísica clásica habrá llegado a la meta. Solo cuando sea seguro que ya no va a suceder nada nuevo, puede Dios deshacerse del predicado, al principio fascinante, y más tarde comprometedor, de «omnipotencia», que se ha ido haciendo progresivamente embarazoso y superfluo. En el fin real de la historia no hay nada que crear ni nada que mantener. Todo lo que es está ahí en razón de lo que va a ser al final. El asunto de la creación se cierra. El Dios-fin se envuelve en el manto de la omnisciencia: en cuanto al saber devenido total por parte de la creatividad (o del «acontecer»), ya no se le asigna tarea alguna. Dios abraza con su mirada el universo en su totalidad. Contempla con sosiego a través de todo lo que fue.
El momento de esa omniabarcante contemplación retrospectiva se llama en la tradición veteroeuropea «apocalipsis». Esto quiere decir, en sentido estricto, la puesta al descubierto de todas las cosas a partir del final. Cuando todo está acabado, todo se vuelve transparente.