La incertidumbre y la ambigüedad moral que se habían ido acumulando a lo largo de los años, durante su solitaria y larguísima convivencia con un moribundo a quien más de una vez habría sentido el deseo de asfixiar con su propia almohada, por más que fuera a ser incapaz de reconocerlo nunca, ni siquiera ante sí misma, habían desfigurado su carácter, apocado ahora, acobardado, indigno de la soberbia que lo había modelado siempre. Todo la asustaba, todo le daba miedo, el menor contratiempo doméstico le preocupaba hasta el límite de robarle el sueño. Una avería del televisor, una revisión médica, un aviso de que la compañía del gas se disponía a revisar las instalaciones del edificio, una circular de la comunidad de propietarios o la simple visión de unas vallas amarillas que interrumpían el tramo de acera en el que se encontraba el portal de su casa, la hacían lloriquear y quejarse como si fueran otras tantas auténticas catástrofes.