Agustín Gómez Arcos

Veo con claridad tu imagen en mi recuerdo: siempre te reías de mi locura. Creo que eso te acercaba a la felicidad.

«¡Demonios, la puerta! ¡Seguro que chirría! ¡Y si chirría cuando la abra, será como cuando uno vuelve a casa cada día, como algo cotidiano, y no la vuelta al infierno o al paraíso, que es lo que yo pretendo! ¡Venga, a engrasar la cerradura!»

Antes de enterrarla conmigo en esta tumba tendría que haber pensado si a usted también la atenaza la angustia. Pero cuando se sufre, no hay tiempo para generosidades. Y aquí estamos, muertas las dos. Muertas por fin».

Y, de todas formas, no os quiero ni a ti, ni a mi padre. Lo quiero a él.
—Pero yo sí que te quiero.
—Lo sé.

El exceso de amor, como el exceso de desamor, se formula en pocas palabras. Sin sutilezas.

Sin la angustiosa presencia de mamá y con la angustiosa ausencia de papá, la casa no era la casa. Precisaríamos años, siglos, para reconstruir una vida no contaminada por su recuerdo.

Esas rosas amarillas parecen enfermas. Son feas.
—¿Y qué es la belleza, cariño? ¡Puede que sea la fealdad!

Sé que lloro por todos mis poros; que todos los ojos que habitan en mí lloran conmigo

Él no será el resultado de tu vida. Nunca verás su desgracia, porque nunca será desgraciado. Lo prometo.

Puedes llegar como enamorado o como verdugo, estoy listo para recibirte.